martes, 26 de diciembre de 2017

José Adán Castelar en mi memoria

País de nadie, habitación de sueños.
Más que respuesta, pregunta.
J.A. Castelar


Era el final de la tarde de un diciembre de 1994. Viernes. Le escribí una carta al poeta Castelar y en ella un poema sobre los desaparecidos. Los restos del estudiante Nelson Mackey habían sido recuperados luego de dos años de su secuestro por la aún en funcionamiento maquinaria militar de los años 80. Le escribí con la enorme expectativa de escribirle a un grande vivo y la emoción era la misma de meses antes, cuando en el Taller de Poesía Casa Tomada, el poeta había asistido a darnos una charla sobre la poesía hondureña, gracias a la invitación que le hizo el también poeta y Maese José Luis Quesada.
En 1987 leí por primera vez un poema de Castelar. El profesor Vargas, que nos daba la materia de Español, reforzaba su cátedra en el colegio de Sabanagrande con nociones sobre Derechos Humanos y, entre los materiales que nos repartía en forma de boletines, venía un poema que me dio el campanazo interior para que, por igual, iniciara ya a buscar la vida. No era para menos entonces, que al escribirle y escucharlo a mis 20 años, mi alegría tuviera un enorme sentido reverencial por la memoria poética que me había llevado a estar ante él y su serena sabiduría.  El mismo que me respondió la carta era el mismo que nos repetía los nombres de la poesía en Paradiso, así como el sacerdote maya de Monterroso, Adancito repetía uno a uno los deslumbrantes versos que hicieron nuestro tiempo en una Honduras que adquiría en sus palabras dimensiones universales.

Me lo encontré en la calle la semana siguiente. "Poeta -le dije con suavidad-, le dejé una carta en Paradiso ¿se la entregaron?". Él me quedó viendo con una sonrisa enorme que luego se eclipsó."No, no -me respondió-, no me han dado nada; solo me llegó un poema que me mandó un señor de nombre Mauricio..." Soy yo, le dije, y él, luego de quedar unos segundos calibrando sus lentes ante aquel flaco y tímido que era, estalló en su proverbial risa de Li Po. "Caramba, ¡yo pensé que quien me escribía era alguien mayor! Sí, sí, leí tu poema y va a ser publicado el sábado en el periódico, buscalo y... ¡Tenemos que seguir hablando!". Vi cómo se iba por la acera que bordea el palacio episcopal, con una lentitud que luego entendí como su forma de relentizar el paso de las cosas más bellas y breves del día. Llegó el sábado, y ahí estaba el poema. Por primera vez era publicado, por primera vez miraba mis versos en letra impresa. "Limpien los huesos", ese era el título del texto y desde entonces, puedo afirmar que el poeta fue mi presentador oficial y quien, desde entonces, me dio toda su confianza.
Luego vinieron tantos viajes juntos al interior del país, en innumerables lecturas que nos dieron viaje, risas y canto en los busitos, en lobbys de hoteles, en mesas donde la dorada aura de la cerveza le hacían recordar que pudo ser cantante de ópera o un hondureño confundido por chino en la Plaza Roja de Moscú. "El misterio es lo mas importante en el poema -me decía-, escribir la palabra detrás de un espejo para que solo flote su fuerza y termine por quebrarlo"... Y yo regresaba alucinado por las calles ya rotas de Tegucigalpa, palpando las paredes donde se escribían versos de sus libros para que  nunca nos atreviéramos a compartir el crimen del silencio. Su honestidad era transparente y en verdad era algo bello verlo junto a la cofradía de Ezequiel Padilla, Rigoberto Paredes, Rafael Rivera, Juan Domingo Torres, todos ellos confiados a su memoria implacable  cuando un verso referencial se escapaba. Se dejaba escuchar su voz suave y todos callaban. Luego venía el brindis por los poetas Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti y Blanca Varela. Y claro, la aria de rigor elevándose en su voz, la repetición de su tantra: "qué maravilla Puccini, qué maravilla" y para finalizar Mayakovski.

Lo conocí en el transcurso de 22 años y estuve en casi todas sus lecturas, asimilando su dolor por Honduras. Hace unos 9 días, Martita, su hija, de quien fui compañero laboral en el Ministerio de Cultura, me escribió para decirme que el poeta había escrito un texto contra la dictadura de joh, pero que iba firmado con el seudónimo que acostumbraba a usar cuando en los 70 y ochentas las cosas se ponían de cuidado. Protesilao se revolvía de nuevo contra el asco sin fin. Le dije a Marta que lo publicáramos en Facebook con su nombre real, ella le preguntó al poeta y le respondió que sí, que lo hiciera. Luego la llamada que intentó Martita a mi teléfono se cortó. "Mi papá quería hablar con vos", me dijo. Y solo yo sé, lo que maldigo ahora las fallas de comunicación que quedaron en Puerto Rico luego de María. No lo pude escuchar y reír con él la última vez. No pude decirle cuánto lo he querido y cuánto lo he extrañado, cuánto compromiso nos dio a tantos y cómo respeto cada palabra que escribo una vez que siempre está presente, vivo, absolutamente él, pájaro que entra en cada fondo, como una mano al río. Un río que no será nunca el Leteo.

José Adán Castelar (La Ceiba, 1941-2017), nos deja un legado poético con una estatura invencible. La estatura de la dignidad que no deja de ser hasta el último destello.
Foto: Fabricio Estrada, 2008






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