sábado, 30 de enero de 2016

The Revenant: con dolor mestizo.



Dos cosas hacen que sobreviva Hugh Glass en The Revenant. La primera es que es un hombre nacido en la frontera, uno de los cazadores de pieles que iban explorando el territorio indio que luego ocuparían las tropas colonizadoras. La segunda es su dolor mestizo.

La película se sitúa en la última década del siglo XVIII*, en medio del caos que impusieron las incursiones de los recién independizados americanos y la presión que ejercían las compañías francesas en su larga pugna por controlar los territorios que les restaban en el centro-norte del actual Estados Unidos. La nación pawnee estaba hecha girones y ya había dado muestras de apoyo directo a los americanos en su guerra de independencia contra los británicos –quienes los trataron con crueldad y son los que arrasan la aldea donde muere la esposa pawnee de Glass en la película-  y, los arikaras –la nación que sigue la pista de la princesa raptada por los franceses y que es el torbellino de venganza- no están dispuestos a tratar con nadie, al igual que lo hicieron los iroqueses, wyandotes, shawnees, delawares, miamis, ottawas, chupppewas, potawatomis, etc…

Glass era entonces, uno de aquellos cazadores de pieles que el historiador Ray Allen Billington** caracterizó de la siguiente forma: “por lo común eran hombres que preferían las soledades de las selva a la compañía de sus semejantes. En consecuencia, se amoldaron  al modo de ser de los nativos, adoptando su indumentaria, sus hábitos de vida, sus conocimientos sobre la selva y hasta apropiándose incluso muchas veces de sus mujeres". De esta visión descarnada sobre los intrépidos cazadores se fue formando aquello que terminó arrasando a las naciones indígenas: “anticipándose siempre a la civilización, los traficantes en pieles atravesaron el continente con tal rapidez, que dejaron pocas huellas perdurables sobre el territorio virgen”. 

La romántica visión de la película de Iñárritu –que bien pudo ser, no se puede excluir esta posible relación amorosa pura-, trata con benévolo esfuerzo, sostener esa línea donde se entrecruzan todas las desesperaciones y que, sin embargo, no termina de contar lo que Billington sí señala sin cortapisas: “(los traficantes en pieles) terminaron con la autosuficiencia del indio, acostumbrando a los pieles rojas a las armas de fuego, los cuchillos y el aguardiente, productos todos ellos de la “civilización” más avanzada del hombre blanco”. Quizá ya se ha dicho en otras películas de este género, es cierto, pero habría que ver una gran cantidad de ellas para que, entre tantos y fragmentados esfuerzos benévolos, lográramos por fin encontrar la película que diga toda la verdad acerca de la carnicería montada por la colonia.

Algo de ello se sugiere en The Revenant ( el osario de búfalos*** y la llegada de las tropas a la aldea pawnee que aparece en los sueños de Glass, que en ese momento era explorador de la corona inglesa), siendo el sorpresivo diálogo en francés del jefe arikara donde Iñárritu se las jugó con más claridad, aunque esto tuviera mucho riesgo en los patrocinios.

Nous sommes tous sauvage y Fitzgerlad kill my son (todos somos salvajes, Fitzgerald mató a mi hijo) son las únicas palabras escritas que aparecen en un film con mucha economía de diálogos pero con bastantes  lenguajes yuxtapuestos. El que sea así es algo que se agradece porque logra realzar la ancestral sabiduría oral –memoria que le da la fuerza de voluntad a Glass- que se deja escuchar en off de boca de la esposa pawnee muerta. Esas dos frases o sentencias, aparecen con fuerza demoledora sobre la impresionante fotografía de Lubezki, tanto como sucedió cuando el lenguaje textual se impuso a sangre y fuego sobre las cientos de naciones de una América eminentemente oral.

No creo que esta sea la mejor actuación de Di Caprio, pero sí la que más esfuerzo físico le exigió. Sin duda el fenómeno energético por las condiciones bajo las cuales se filmó, le dio organicidad a su actuación, tal como lo sugiere Grotowski, aunque lo que yo vea ahí es un condicionamiento externo y no lo que trata de argumentar el mismo Di Caprio en cuanto a que su actuación pasó por la mística que imponían los paisajes. Hay modas en Hollywood, época de actuaciones collections, y lo de los sobrevivientes está muy en boga desde que El Náufrago Tom Hanks relanzó este tópico actoral. 

Aun así, The Revenant ha logrado superar –como lenguaje fílmico- todo lo que este año anterior haya puesto sobre el tapete. Pero otra cosa, definitivamente, es lo que la historia pone sobre la moda.

F.E.


*El tipo de armas que la utilería expuso así lo confirma https://es.wikipedia.org/wiki/Mosquete

**La expansión hacia el oeste, historia de la frontera norteamericana, Libro I, tercera edición, Bibliográfica Omeba. Ray Allen Billington.

*** Antes de la llegada de los europeos a Norteamérica, la población de búfalos se estimaba entre 60-100 millones de ejemplares. Para 1890 quedaban sólo 750 ejemplares. Actualmente se estima que viven en estado salvaje 350,000 ejemplares. En cuanto al exterminio de nativos, se calcula que antes del año 1500, la población ascendía a 12 millones que para 1900 estaban reducidos a 237,000 personas confinadas en reservas. https://unmundodeluz.wordpress.com/2013/10/18/el-genocidio-de-los-nativos-americanos/


Yovel en enero

Yovel... y Pastelito.

"Ya sabe, Fabri, esta es su casa porque es de la familia"; así me recibe siempre Yovel en la vieja casa de los Castro. Luego me pregunta si he conseguido billetes de otros países y entonces es que recuerdo que debo llevarle algunos que tengo por ahí. Cuando le di el cubano donde aparece el Ché, no pudo aguantar su alegría y me dio un gran abrazo. Sobrino de mis mejores amigos, Yovel mira todo con una enorme bondad e inocente estoicismo.

martes, 26 de enero de 2016

Momotombo: al encuentro con el último pinar.

Más habré de alabarte que a aquellos esplendores
que, sonriendo nos pidan nuevas fábulas dulces.
Pues, ¿quién hizo escribir al sabio o al poeta
sino la luz de su paraíso, Natura?

John Keats


Llegar hasta el pino más hermoso, quizá el que resuma lo mucho que perdí de aquel paraíso de adolescencia. Llegar a él y encontrarlo intacto, como una llama verde en un templo inmemorial. Hacer camino de nuevo junto a Damocles y llevar a nuestros hijos al Momotombo*, a nuestros amigos. Convencerlos que llegar hasta la cima es una conquista de la vida.
El cerro Momotombo visto desde el pueblo de Sabanagrande.

Sendero de Pedreras.


Esteban va más que emocionado atravesando lo que hace 28 años yo recorría bajo la lluvia y la neblina. Casi éramos el bosque hace 28 años, conocíamos cada rincón del cerro, cada atajo. Desde el colegio mirábamos “la punta del cerro” y planeábamos lo que haríamos: subir en dos grupos, jugar a la guerra, evadirnos, acecharnos y que la lluvia nos empapara hasta los huesos antes de llegar a la nube que se formaba en la cima. Esteban llevaba todo eso en la cabeza porque se lo he venido contando casi con una sensación de regreso imposible.





Los viejos senderos ya no están, así que decidimos subir por Pedreras hacia el sendero principal de los encinales y los muros de piedra. Enrique –hijo de mi primo Jairo-, Ricardo –hermano de mi compa Ponce-, César Núñez –compa entrañable-, Alessandro y Samy –hijos de mi camarada de aventuras de siempre, Damocles-, Esteban y yo, estos somos los que subimos tras los pasos perdidos. Sabanas de Encina (a mí me gusta más llamarla Sabanas de Encima) nos da el paso hacia una pequeña desorientación que nos hace meternos de lleno a la zarza y a las garrapatas. El sol tiene una transparencia espléndida y los tonos del paisaje son casi vírgenes como bien los describiera Willian V. Wells en su libro Exploraciones y Aventuras en Honduras, de 1857**. Así lo voy pensando porque este país sigue teniendo mucho de aquella naturaleza paradisíaca donde las temperaturas oscilaban entre los 11 y 20 grados centígrados. La temperatura que nos acompaña es de unos 25 grados y los pinares comienzan a delatar la grave amenaza del gorgojo de pino que está causando una debacle ambiental en todo el territorio hondureño.

Sabanas de Encina.

Alessandro y Esteban ante un ejemplar de pino casi perfecto.

Las primeras señas del gorgojo.

Samy, el pequeño hijo de Damocles Castro. Foto: Enrique Núñez.

Esteban en sus diez años.


 Vista del pueblo desde la cima.






Esta plaga ha causado hasta la fecha la destrucción de 340,000 hectáreas de pinares en Honduras; casi incontrolable –por razones de cambio climático, falta de prevención y voluntad política de los últimos gobiernos- ha generado pérdidas económicas que ascienden a 221,6 millones de dólares***. A primera vista da la impresión de un colorido otoño o del efecto de un incendio forestal, pero al acercarse al tronco, se puede observar la resina que brota en el tronco de los pinos (savia que intenta contrarrestar al gorgojo) pero, es esa misma reacción la que nos dice que los pinos tienen los días contados ya que el insecto ha mutado con más fuerza y no será detenido más que talando.

Wells y el gorgojo, entonces, es lo que zumba en mis pensamientos y así lo vamos hablando con César. Damocles está más que ocupado alentando a Samy para que mantenga su increíble energía. Tiene tres años y ha recorrido la mayor parte del camino sin pestañear. La punta del cerro ya asoma y, luego de desenmarañarnos del camino que mi torpe memoria equivoca, alcanzamos el punto donde en 1988 llegamos a acampar con Marlon Portillo, Wilberto Izaguirre, Jorge Rodríguez, Damocles Castro y yo. Esa acampada significó para mí el inicio de mi independencia y así lo asumí, como un ritual. Lo que pasó ahí es inolvidable: los aldeanos de Sabanas de Encima nos confundieron con guerrilleros y cargaron contra nuestro campamento armados con machetes, pistolas y antorchas. Gracias a nuestro conocimiento del terreno, logramos huir hacia el pueblo a plenas 1:30 am, en medio de la sempiterna neblina y de los acuciantes gritos de los aldeanos. Fue una historia que nos dio aura de intrépidos una vez que la contamos y que hizo que más amigos se unieran a los juegos que hacíamos en todo el cerro. Subíamos luego más de 15 y todos queríamos llegar primero para subir el banderín ganador. Yo usaba un guante rojo y lograba transmitir un lenguaje de señas para avanzar y detenernos. Aún tengo amigos que recuerdan ese guante y reímos felices rehaciendo la trama de aquellos días en que podíamos desafiar cualquier intento del cerro por detenernos.

Lugar del campamento de 1988.



Ahora voy con cuidado. Cuido los pasos de Esteban que quiere –sin vértigo alguno- volar a la orilla del precipicio. Ha llegado, mi pequeño, al santuario que siempre veo cuando quiero llenarme de sentido de vida. Ve los pinares, el horizonte que Beto García me pedía que visitáramos cuando estábamos aburridos en el parque de Sabanagrande. Kike nos pasa la guitarra. Es tiempo de cantar y de volver. No sé cuánto tiempo pasará antes que el gorgojo devore las hectáreas de mi memoria. El último pino parece fuerte. Su luz puede cegar un poco más al insecto. Wells sabrá mantener el pulso de su crónica en un territorio que se niega a derrumbar su belleza.  

Bajamos.
El banderín que dejamos será una gaviota extraviada.

Vista hacia el oriente, Texiguat, Liure. El Paraíso.

Vista hacia el sur en dirección del Golfo de Fonseca.


Mar adolescente.

A Beto, desde la infancia.

Lo único que yo no tenía era el mar.

Pero es sabido que de la ausencia

hacemos lo real, lo que nos llena,

lo que siempre nos regala una sonrisa.

Cuando faltaban sus olas

subíamos al Momotombo en busca del Golfo,

enormes gaviotas las miradas,

nos quedábamos en su vuelo

hasta que fundidas con el sol,

caían incineradas en las aguas.



Luego, la distancia era noche

y nosotros, regresábamos al pueblo

con el tronar de los pinares.



Odiseo montañés,

temblaba con la idea

de que en lugar de esos bosques

viniéramos corriendo bajo el mar.


(de Poemas de onda corta, 2009 – F.E.)



Foto: Enrique Núñez.




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*Este toponimio es más conocido por el Volcán Momotombo, de Nicaragua. En Sabanagrande hay familias con ascendentes nicaragüenses que debieron nombrarlo así a mediados del siglo XIX.



martes, 19 de enero de 2016

Final del éxodo - Edilberto Cardona Bulnes, Honduras



El diez de abril quemé sus últimas cositas: —había ya quemado
su frazadita verde— su camita de ocote, su colchoncito,
su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,
su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.

Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.
Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.
Y lloramos. No había viento.
Las cenizas quedaron en el patio.

El lunes once di parte de su muerte. —"¿Nombre?”—Rafael.
1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.
“¿Profesión?” —Zapatero. —“¿Escolaridad?” —Secundaria.
—"¿Deja bienes?”—… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…

Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.
Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.
He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja”. Y viendo a José,
refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano”.

Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.
Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.
Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,
referir leyendas, historias de caminos, una historia.

Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.
Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije
por ver si estaba atento “¿Te gustan?” —“Sí, mucho,
los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.

—“¿Deja bienes?”
… pero Char es tan denso.”)
—Ninguno. (Eso. Esto. Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.

Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.
Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.
A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto
de nubes que lo tragó la noche.

Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,
buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo
para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca
que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.

Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como
lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle
los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,
oblato… así como si rozara una orilla blanquísima.

Yo no quería abrir la casa. Salí, dejándola cerrada
a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.
Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,
los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.

Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié
en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.
Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,
ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.

A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,
que le vaya bien. Que dios lo bendiga”. Yo le palpé las manos. A las
cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.
Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.

Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.
Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,
y las manos sudando fueron como verano victorioso.
Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.


1977

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Edilberto Cardona Bulnes, Comayagua, 1935-1992

La litografía apareció en el número 39 de los Cuadernos de poesía hondureña, edición de la Secretaría de Cultura, 1993.

Expósitos hondureños

Foto: Niño hondureño detenido en la frontera entre EEUU y México. Diario La Prensa, Honduras.

Hace unos días miré la dolorosa película Beast of no-nation, sobre el reclutamiento de niños en las guerras africanas. La tragedia es de tal nivel que los niños -una vez fuera del conflicto armado- no pueden, por sí solos, regresar a su condición mental de infancia y, muchos de ellos, terminan desertando de la vida civil de regreso a la guerra y a lo que ellos probaron como "energía del guerrero", por llamarlo de algún modo. ¿Cuál es esa energía? la capacidad de reunir todas sus fuerzas para matar sin contemplaciones y complacer a sus jefes tribales. Lo que en principio parece un misericordioso acto de salvación termina siendo un acto de destrucción paulatina del ser, -el proceso necesarísimo en la guerra- de envilecer la línea pura de vida y trocarla en una zigzagueante rutina de atrocidades.

He pensado en los niños de Honduras que han sido asesinados a mansalva en esta vorágine de violencia. He pensado en los niños sobrevivientes que han tenido que huir hacia Estados Unidos para no involucrarse en las maras o ser víctimas de la primera oferta de salvación y seguridad que se les ofrece en ellas. He pensado en el sistema que ha construido este horno de Moloch sin necesidad de dar una imagen de guerra civil convencional. En todo caso, es la niñez empobrecida y envilecida la que se ve expuesta en primera fila.

Un niño expuesto. Un Expósito, como se le llamaba en la antigua Roma y posteriores siglos al recién nacido "expuesto", es decir, puesto en "exposición" por abandono o entregado por sus padres a inclusas (orfanatos). Por lo general, un niño expósito era un bastardo (hijo fuera del matrimonio) o un huérfano que había sido condenado a la pobreza extrema. La mortandad de estos niños en los inclusas era algo pavoroso: la insalubridad, el desprecio, los abusos, etc. no tenían la atención de instituciones que vigilaran los derechos humanos, mucho menos los derechos de la infancia. Tan solo en el siglo diecinueve, en España, los índices de mortandad se detallaban así:

  • Inclusa de Zaragoza, de 1786 a 1790 se recogieron 2.446 expósitos de los cuales murieron 2.246 quedando vivos tan solo 200 de los recogidos.
  • Inclusa de Santiago, se recogía una media anual de 1.300 expósitos
  • Inclusas de CalahorraLogroño y Vitoria, entre 1794 y 1797, se recibieron 610 expósitos, de los cuales murieron 400.
  • Inclusa de Huesca, de los 164 recibidos en 1798 fallecieron 115.
  • Inclusa del Sancto Espirito de Roma. De 2.646 varones recogidos en un año murieron 1.300 y de 2.890 niñas, murieron 1.334.

Imaginemos en los siglos anteriores. Ahora caigamos en Honduras y su apañado sistema de expósitos. ¿El padre y madre que abandona? El Estado. ¿Las matronas que amamantan? Las maras y la violencia de la calle, los paramilitares, la policía uniformada, el ejército. En la antigua Roma el recién nacido fuera de matrimonio era puesto en el suelo y el padre decidía si lo levantaba o no. Al levantarlo lo aceptaba bajo su cuidado, de lo contrario era automáticamente expósito. En Honduras muchísimos niños y niñas son levantados de las calles en plena madrugada por carros sin placas, son levantados a patadas por mareros, son levantados en brazos de ocasión por políticos y políticas, son levantados para subir a los camiones militares y ser llevados a los batallones  doctrinales de los "Guardianes de la patria"; son levantados para cruzar sin que se ahoguen en los ríos trans-fronterizos rumbo al norte, son levantados para que suban a la bestia y salten los muros... *

Los expósitos hondureños tienen sus cifras también. Las siguientes corresponden al informe que Casa Alianza dio para tabular el 2015: más de mil niños asesinados en el 2015 **

Beast of  no nation ya está ocurriendo aquí, tanto en el proceso de ingreso a las maras como en el proceso de retorno del viaje al norte (muchos de ellos ya regresan como brutales sicarios de carteles luego de años de secuestro en México). La tragedia también está a nuestro propio nivel y el gobierno paramilitar lo sabe. "Si esto no puede llamarse genocidio -dice la antropóloga estadounidense Adrienne Pine en su libro Sobrevivir Honduras- bien puede llamarse el aniquilamiento de una generación" a causa de la estigmatización y medidas de seguridad del Estado.

F.E.


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http://www.laprensa.hn/honduras/tegucigalpa/761930-410/17-mil-ni%C3%B1os-hondure%C3%B1os-en-estados-unidos-esperan-proceso-legal

** http://cholusatsur.com/noticias/casa-alianza-denuncia-las-fuerzas-armadas-por-el-asesinato-de-seis-hondurenos/ 


domingo, 17 de enero de 2016

Tarde de enero en Tegucigalpa - Fotos: Fabricio Estrada






Ctesifonte - Cuento de Fabricio Estrada



En ninguna de las traducciones sobre la tentación se ubica el lugar donde hemos sido tentados alguna vez. Sin embargo se coincide que el sitio debe tener una altura suficiente para abarcar de una sola mirada a las naciones, que debe soplar el viento y escucharlo en muchas lenguas, incluidas las muertas. Yo he hablado en lenguas muertas mientras duermo y también he sido tentado por el vacío. Muchas veces el lugar más alto fue a ras de suelo y ninguna nación se me presentaba adelante, sólo mi sombra como la sombra en picada de una torre insignificante que se iba abajo, socavada por las aguas.

De elegir un lugar para la mayor de las tentaciones -las tentaciones pueden ser inmisericordemente pequeñas- elegiría ese arco del antiquísimo palacio real de Ctesifonte. Desde ahí vería las ruinas de las naciones y el viento y la lluvia silbarían su tonada antigua. Quiero quedarme con esa imagen de Ctsesifonte antes de vaciarme en el espanto, sí, pero sobre todo, quisiera creer que la persona que está ahí, tendida en el patio, absorta y mal oliente ante la eternidad y su altura, puedo ser yo, en cualquier lugar, en cualquier hora insulsa.

El invierno ha sido tan denso en los últimos meses y ha hecho que de la sensación melancólica de las primeras ráfagas pase de inmediato a una sórdida repulsión por todo lo que las gotas pudren. En medio de una sensación ausente, cada gota de lluvia que escucho me va aplastando cada vez más y cada noche, cada tarde es el día en que Ctesifonte eleva ruinas y tentaciones para luego derribarlas lentamente, en una masa húmeda. He considerado necesario repetirme en voz alta lo que germina dentro de mí como hiedra mala y asfixiante. Escribirlo en las más altas horas de la noche mientras afuera se va sumando el sonido de los mangos que caen, podridos, llenos de agua, ya abiertos por sus gusanos transparentes. Caen con un golpe sordo, una tras otro, durante días y días. Caen y cubren el patio como bubones de una peste incurable venida del cielo.

Noche tras noche ese sonido seco de los frutos que esperábamos en casa desde el verano. La primera floración completa de un árbol que sembramos hace muchos años y que jamás tuvo la fuerza necesaria para hundirse en la plataforma arcillosa donde fue construida esta urbanización inhumana, yerma. 

Cuando lo vimos crecer nos alegramos de saberlo el único que pudo hacerlo en toda la colonia, aunque sabíamos que su copa era desmedida para sus raíces y que su sombra era enferma, pálida, incapaz de dar frescura. Eso era lo que más nos intrigaba. Estar bajo él era como permanecer de pie ante un horno de brazas espectrales. Ni siquiera los pájaros se detenían en sus ramajes –al menos nunca los habíamos visto- ahuyentados por cierta vibración que comenzaba en sus hojas más bajas y que terminaba en la punta más quebradiza de su achatada silueta. Aún así lo integramos a la conciencia de la casa, como se le da espacio a una mascota informe, a una torva criatura que se asume a pesar de su  evasiva certidumbre. Muchas veces quise cortarlo y muchas veces desistí de ello pensando en darle más tiempo para que acumulara savia buena –eso pensaba en ese entonces-, aún y cuando hasta sus hojas recientes muy pronto iban adquiriendo manchas blancas primero y luego un creciente rubor café que las iba estrujando rápidamente hasta hacerlas polvo. Quedaba seco durante mucho tiempo hasta que de improviso regresaba su intento, como la profunda inhalación y exhalación de un viejo animal en agonía. Esta vez sí echará frutos, nos decíamos, pero la marea café regresaba desde su interior, las pústulas afloraban en su corteza, su lepra lo abrasaba en su viscosa fiebre. Y así, volvíamos a pensar en arrancarlo de cuajo. Hasta este fin de verano en que las pequeñas florecillas amarillas brotaron fuera de estación. Y luego las diminutas frutillas, como una colección de verdes corazones de aves que alguien fue colgando con suma delicadeza. Nos alegramos mucho ante el súbito portento pero, inmediatamente, al acercarnos a su tronco, tuvimos un sobresalto al encontrar alrededor de él restos de plumas ya convertidas en humus. Eran cientos de plumas de todos los tamaños.

2

Esa misma noche comenzó a llover. La lluvia caída sobre cada ruina del mundo desprendía los mangos que, en su oscuro percutir, nos iba sumiendo en una profunda tristeza. Apenas cerrábamos los ojos sentíamos la caída y la acuosa explosión de la valva, en mil gotas, esparciendo su sabor de asco. Los frutos se fueron acumulando, volviendo inútil el intento de recogerlos. Apenas llegaba la noche llegaba la lluvia y con ella la tumoración sobre las baldosas del patio. Cada día calculábamos cuánto mangos más quedaban por caer de las ramas pero siempre las cuentas nos salían mal y éramos testigos de la incontenible aparición de nuevos racimos.

Una tarde, comprobé que ya quedaban muy pocos, apenas una media docena, quizá, pero la sorpresa fue que al mirarlos de cerca todos ellos estaban en perfectas condiciones, no tocados aún por la enfermedad, brillantes  como el sol que anunciaba el fin del copioso invierno. Los mosquitos desaparecieron de improviso durante el final del día y, como si se tratara de una despedida, la última lluvia llegó sedosa, casi imperceptible, casi sombra liquida. Nos apresuramos al aseo del patio con todas nuestras energías, limpiamos las manchas que se fueron tatuando por semanas e incluso, cenamos ahí mismo, sacando conclusiones para decidir, de una vez por todas, cortar al día siguiente el árbol entero. Nada de podas, nos dijimos, cortarlo, sí, hundir la barra hasta la cofia y luego plantar una plancha de cemento sobre el lugar. Sintiéndonos muy cansados pero satisfechos por la decisión, nos dormimos temprano. Yo soñé que en un camino polvoriento y seco encontraba un cascote desprendido de un templo antiguo. Lo tomaba con curiosidad y llamado por una fuerza poderosa, levantaba la vista para encontrarme a los pies de una enorme construcción semi-destruida en la cual aún se sostenía la línea cóncava de una cúpula, partida de manera transversal. Justo en el punto donde las dovelas se unían con precario equilibrio, notaba que el hueco que ahí se formaba tenía la misma forma del cascote que había levantado del suelo. Al mirarlo de nuevo sentí que su peso aumentaba tanto que ya no podía sostenerlo y que a la vez, iba adquiriendo la silueta de una tosca figurilla humana, similar a una ofrenda votiva de incalculables años. Mi corazón comenzaba a latir con violencia y un enorme golpe se dejó escuchar en los muros, retumbando en el recinto entero.

Desperté a las sacudidas de mi esposa, quien asustada me preguntaba si había escuchado lo que cayó en el patio. Eran las cinco de la mañana. Le pregunté sobre lo que había escuchado y me aseguró que algo pesado, nada pequeño, había caído secamente. Dominando mi desconcierto ante el súbito despertar, me levanté y fui hacia la puerta trasera, abriéndola con mucha cautela. La luz del amanecer era plomiza y sucia, como un paño usado para refrescar a un moribundo. Había un completo silencio y en el centro del patio, un cuerpo humano. Un hombre desnudo y en posición fetal. Un hombre cuya palidez era agitada por violentos espasmos respiratorios.

Haciendo acopio de toda la serenidad y controlando todas las suposiciones que mi raciocinio exigía, me fui acercando a él sintiendo que la cabeza me pesaba el doble, pero fue ella quien, con prisa nerviosa, se acercó al cuerpo y lo observó detalle a detalle.
Está agonizando –me dijo casi susurrando-, tiene una enorme herida entre abierta en su costado.
¿Pero cómo? ¿De dónde ha salido? –fue mi estúpida respuesta.
El hombre continuaba ahí, absoluto en su forma, abrazado a su ignoto tiempo y dimensión, tan pálido que parecía estar cubierto por una fina película de agua de la cual emergía ya una necrosis avanzada, tumefacta en cada uno de sus miembros. Despedía un olor dulce y nada repulsivo que contrastaba con los lamparones café en las plantas de sus pies y con… la licuefacción orgánica que se alcanzaba a ver en la herida amarilla de su costado, una herida que iba desde la axila de su brazo derecho hasta la altura de la cadera. Y sin embargo, el hombre agonizaba cuando ya debería estar muerto. Emitía una débil queja que poco a poco se fue confundiendo con el zumbido de las abejas y mosquitos que iban llegando. Nos apartamos con asco, casi al límite del vómito y en ese mismo instante, el hombre se apretó más a sí mismo mientras sus quejidos se ahogaban, borboteantes.
La transparencia en que se había convertido su piel fue mostrando sus venas como una intrincada y vasta raíz que partía del pequeño tallo que comenzó a surgir de la herida. Iba creciendo con las últimas exhalaciones y, para horror nuestro, desplegó un par de hojas que se marchitaron de inmediato antes de que un fruto delicioso y maduro apareciera, inflándose de pronto como una burbuja roja y amarilla que por su propio peso y delicia cayó, desprendiéndose de la vida en el mismo segundo que el hombre dejaba de respirar.

3

En ninguna de las traducciones sobre la tentación –lo he investigado con mucha obsesión-  se ubica el lugar donde hemos sido tentados a la disolución alguna vez. Sin embargo, en algunas consideraciones  a pie de página de oscuros y vilipendiados sabios, se coincide que el sitio donde nace y muere ese segundo en que toda razón desaparece para dar reinado a la locura, debe tener una altura suficiente para abarcar de una sola mirada a las naciones, que debe soplar el viento como un desesperado que da respiración boca a boca a un cielo agonizante y que la lluvia, la lluvia entera, debe hablar alto, muy alto para escucharla en sus muchas lenguas, incluidas las muertas.

Aquella vieja imagen de Ctesifonte se encuentra en toda enciclopedia que se precie de sí misma. En ella, el hombrecito sobre la enorme bóveda se detiene en una contemplación infinita que hace dudar su caída. He arrancado esa página. Ya no existe más. He arrancado por igual el árbol.


Ya no hay tentación.

miércoles, 13 de enero de 2016

Amapala: algo que se derrumba con el crepúsculo

La última vista que tuve de Amapala fue hace unos 15 años. Con mi primo Alex y con nuestro común amigo Edwin Lacsel, atravesábamos el estrecho que separa la Isla del Tigre con el rupestre puerto de Coyolito, el atracadero donde se abordan las lanchas. Había mar picado, eran las seis y media de la tarde, el crepúsculo ya era cosa de enamorados y nosotros regresábamos como piratas borrachos desafiándolo todo. Luego nos sentamos en una champa, bebimos la última cerveza en honor a lo inasible y ciao tigre, la noche fue una inmensa ola que borró la isla.
Pero por alguna razón, la atmósfera que más recuerdo de Amapala es el de la vieja piscina en el derruido casino. No era piscina realmente, era un corral para atrapar un poco de golfo. Unos niños saltaban como pelícanos en picada para ir tras monedas que la gente les lanzaba al agua. Ellos se zambullían y salían con la moneda en la mano. Mi tía Lauren miraba hacia el fondo de las cosas porque todas las cosas en ese momento eran el horizonte del Pacífico. La canción que sonaba era Todo se derrumbó dentro de mí, de los españoles Ana Magdalena y Manuel Alejandro, cantada por Enmanuel. Era 1984. Y yo no entendía aún qué cosa se derrumbaba con los crepúsculos.

 Partiendo desde Coyolito.

 El viejo muelle.






Pero aquello se quedó. Se quedó como dijo el poeta hondureño Daniel Laínez: me he quedado solo como esos puertos coloniales que bostezan de hastío a la hora del bochorno;/ nada/ ni una actitud romántica/ ni siquiera la vaga intención de una mentira... Esa sensación de haber ido a una burbuja colonial o de haber sentido la desolación de un puerto muerto fue lo que más dio vueltas en mí cuando necesitaba recordar Amapala.
Ahora sé que los últimos barcos atracaron en el muelle en 1964 y que los viejos estibadores son los actuales veteranos de las lanchas que cobran apenas 15 lempiras para cruzar hacia La Playa del Burro en la isla (70 centavos de dólar). Ellos miran el crepúsculo, son sus adoradores, sus levitas melancólicos.


 Al fondo, El Salvador.





Aparte de ese opio asfixiante en la memoria, la vitalidad sigue moviéndose sobre las aguas. Cada vez con menos bancos de peces o manchas, los pescadores van tras ellas con sus redes calculando bien que no atrapen un pez con pasaporte nicaragüense o salvadoreño. Saben bien del calibre con que se dispara desde las patrulleras y conocen muy bien el olor a orines de las celdas en ambos lados. Las Pirañas de la Fuerza Naval hondureña también disparan. Todos se disparan en la invisible frontera de la estupidez. La boca del golfo se abre y cierra al ritmo del buen o mal humor de las autoridades militares y en medio de eso, el bocado principal son las precarias pangas con sus asoleados -asolados o desolados- pescadores.











Los niños y mujeres esperan cada panga que regresa. Puede parecer que están por ahí como turistas internos entre las bajas olas, pero una vez que la panga regresa se activa un mecanismo de supervivencia bien afinado y casi triste. Se arremolinan en torno a los pescadores y estos venden el poquísimo pescado que traen. Este pescado es revendido luego o consumido en casa. No hay alegría en el intercambio. Ninguno de los pescadores ha reventado la red de tanta pesca en mucho tiempo. Algunos han querido caminar sobre las aguas legales y han muerto en el intento. Saben muy poco del cambio climático o casi nada pero tienen certeza de que el confinamiento de su faena los tiene al borde de la decisión de irse de mojados para Estados Unidos. La mayoría ya lo ha hecho y su remesa enviada es la que mantiene a la flota de pescadores sobre adoquines: los conductores de tuc tuc que van y vienen alrededor de la isla, atrapando a los pocos turistas que llegamos de esa Honduras extraña que acostumbra a mandar millonarios para hacer sus enormes villas de recreo. Yo no soy uno de ellos, por supuesto. Yo pagué mis 15 lempiras junto a Esteban, mi hijo  y César Núñez. Pagué mi cuota de nostalgia aunque no pudiera ir al viejo casino destartalado.





A pesar de ello, la poquísima atención que el Estado le ha dado a Amapala los has librado un poco de lo que sucede en su vecina Zacate Grande, donde los campesinos y pescadores han sido arrinconados por los grandes terratenientes hasta el punto de cerrarles sus zonas de pesca. Millonario Vs. Pescadores. Leyes Estatales Vs. Arraigo. Recuerdo un viejo anuncio televisivo de las Fuerzas Armadas de Honduras, allá por el tiempo en que Emmanuel cantaba que todo se derrumbó: teniendo como banda sonora una obertura de Brahms se miraba a unos esforzadísimos isleños de Zacate Grande aplicados a la tarea de acarrear piedras para el relleno que une tierra firme con la isla. El locutor decía algo así: Honduras es tarea de todos, de nuestro esfuerzo, de nuestro amor hacia el progreso, unámonos, pueblo y Fuerzas Armadas. Brahms se elevaba genial y así lo recordaba siempre que llegábamos a comer conchas (curiles) al mismísimo lugar de la unión; ahí están todavía las piedras que muchos pedros ajustaron contra el mar. Los turistas llegaron a Zacate Grande, sí, pero fueron pocos y los pocos resultaron políticos y empresarios millonarios que los expulsaron de sus tierras y de su mar con la ayuda de las Fuerzas Armadas. Para los pescadores Brahms debe sonar odioso. Para los fantasmas de los alemanes muertos en la isla hace mucho, sublime *.



El golfo sigue allí. Los crepúsculos vienen y se van. Los políticos de oficio siguen regalando casas con techos pintados de azul y placas más grandes que la única pieza básica hecha de bloques. Todos quisieran una casa de esas, pero el problema está en que sólo donan a aquellas familias que tienen terreno a la orilla de la calle principal, que es desde donde se ve mejor la justicia social de la felonía gobernante. Para verlas hay que ir al otro lado de la isla, más allá de Playa Negra, casi al otro lado de la luna donde casi nadie va pero que es el lugar de establecimiento de la pobreza más abyecta. Pink Floyd suena de maravilla aquí, tanto como las emisoras radiales salvadoreñas y nicaragüenses. El otro lado de la luna es la maravillosa Playa de El Zapote y también es el regreso preocupado de los pescadores. Todo ese espejismo que es el mar, entonces, todo ahí, flotando y haciendo que el sol se bifurque en prismas delirantes. Ese viejo prisma como la promesa del puente que uniría Amapala con tierra firme, sólo que esta vez sin Brahms ni con las relaciones públicas de los militares. Esta vez, es con los voceros de las Zonas Especiales de Desarrollo, las ya famosas y anquilosadas Ciudades Modelo.


 Playa de El Zapote, al otro lado de la isla.







 1934

 Vista del puerto y de la llegada de barcos mercantes a puerto. 1934

 Arribo del cuerpo del periodista hondureño Paulino Valladares -fallecido en Ciudad Panamá-  transportado luego por las "gasolinas" a Coyolito. 1926

Arribo a puerto del crucero alemán Karlruhe. 1934. Este crucero tenía por capitán al que luego sería el Almirante Günther Lütjens, quien como capitán del legendario Bismark -el mayor acorazado pesado de la Kriegsmarine- comandaría la gran operación Rheinübung, la misma que le costaría a Alemania el hundimiento del Bismark, el 27 de mayo de 1941. Lütjens murió en su puesto de mando.


Billete de dos lempiras, actualmente en circulación. En él, se hace homenaje a la gran "Reforma Liberal" liderada por Marco Aurelio Soto, quien tomó posición de su gobierno en Amapala, en el año de 1876. 


Regresamos. Tierra firme se siente como ondulante. Nuestra pesca es de fotos. Luminosas y poco confiables fotos.


F.E.

* Una sólida colonia alemana mantuvo su presencia económica en la Isla del Tigre hasta su expulsión decretada por el gobierno del nacionalista Tiburcio Carías Andino. Segunda Guerra Mundial.