sábado, 14 de marzo de 2015

Rigoberto Paredes: el tótem poético como un diente de león.



Ninguno de los consejos de Rigo era en vano. Todo árbol sabe hasta dónde alcanza su sombra y cuántos pájaros pueden llegar a él con sonidos nuevos y cuántos, también, son simple graznido temporal que picotea los frutos del silencio para luego desperdiciarlo todo.
Sabía, Rigoberto, cultivar sombras y nunca dejó de hacerlo. Ese árbol inmenso había encontrado la fórmula para desatar sus raíces y atravesar continentes hablando tan despacio como preciso. “Debemos atacar el provincianismo –me decía-, no dejar que sea la nostalgia quien mate a la evocación poética, porque ¡ojo, viejito! Que evocación y nostalgia no son lo mismo.
Los poetas Óscar Acosta y Rigoberto Paredes, abril del 2012. Foto: Fabricio Estrada.

Era 1993 cuando me acerqué a él junto a la bandada que movía al taller de poesía Casa Tomada; Paradiso era frecuentado por lo más selecto de la intelectualidad con aquella música de fondo inconfundible traída desde los rincones más lejanos del auto-exilio ilustrado. Los años ochentas amenazaron con desaparecer hasta los versos y habían dispersado a muchos y a muchas fuera del país y, aquellos eran los días del regreso al estruendoso hastío de Tegucigalpa. Rigo y Anarella regresaban de México, de Colombia, de Francia, de España, qué sé yo, pero saberlo nos imponía cierta condición de peregrinaje al lugar de los poetas, el Paradiso noventero cuya mística orquestaba Rigo para celebrar –oficiar, dirían los perversos- la palabra.

Y la palabra comenzaba en Catulo, Propercio y Marcial para luego subir por los andamios de Las tristes de Ovidio, Montale y el templo jamás saqueado de Rubén Darío (alguien, menos sensible, robó el pequeño busto de Darío de la barra de Paradiso pero Rigo siguió anclado escuchando las lecturas y presentaciones desde ahí mismo, clínico, tan dariano como experto en descalabros lingüísticos que había que señalar sí o sí). “Poeta, tú que tienes la luz, dime la mía” preguntaba Rigo al verme así como luego lo seguiría haciendo, casi como un tantra, en la última serie de poemarios publicados por Ediciones Paradiso. Porque Rigo tenía una idea clara que le servía de indagación: “No soy yo ¿quién soy yo? Es la poesía y su luz y eso hay que respetarlo, hay que elevarnos del trágico provincianismo para ir hacia ese mundo que no tiene fronteras pero que exige tanto habitarlo”.

De manera invariable eso fue lo que aprendí a ver en él. Su nombre ya era ceiba crecida pero nunca lo esgrimía para apabullar a nadie. No lo necesitaba. Era Rigo el arte de contenerse. Ni una discusión excesiva ni un lenguaje corporal abundante. Eso sí, su poesía era implacable como inclaudicable, fue su resistencia a ultranza cuando la avalancha de los malos y odiosos discursos se le venían encima. En nadie se reunía mejor tanta risa contenida.

Viaje tras viaje, paisajes dejados atrás, carontes evadidos, imbéciles ignorados, Rigo avanzaba sin prisas pero guardaba, delicadamente organizado, el tótem poético como un diente de león para el soplo de sus últimos años. De su resguardo, vimos salir poemario tras poemario como polen prístino entre doradas luces y luengas barbas de profeta. “Si querés me callo” nos decía con ironía socarrona al haber entregado un libro más entre tanto poeta joven cuidadoso de no publicar. Aquella risa podía venirle fáunica y transparentaba, ante ojos precavidos, el ambiente de una fonda quevedana en burla permanente a Lope de Vega. ¿Quién era el Lope de Vega de turno? Eso queda bajo los cuidados de los pájaros más fieles y de su querida musita Anarella.

Recuerdo una tarde en especial, la tarde en que la piscina de Juayua, El Salvador, nos dio las horas suficientes para hablar y reírnos en absoluto territorio neutral. Era el último festival internacional que compartíamos. El volcán de Izalco se perfilaba tan antiguo como el Rigoberto Paredes que ahí hablaba. No necesitaba testigos para ser. Flotando en la pequeña alberca, yo apenas era un niño escuchándolo. Habló de Keats, de Emely Dickinson, de Lezama Lima, de Blanca Varela, Seferis, Elytis… y algo me decía que, como Funes el memorioso, Rigoberto estaba fijando puntos en mi caos. La tarde se suspendía como las sábanas blancas en el patio engramado y, junto a los poetas Roberto Arizmendi y Ricardo Ballón  escuchábamos, una escena que Fellini jamás rodó y que ahora proyecto en las cortinas que la lluvia deja en Puerto Rico.

¿Se encuentra muy mal? Le pregunté a Anarella en la sala de emergencia mientras los doctores creaban su sortilegio alrededor de un Rigo que soñaba estentóreamente entre tubos, pequeñas pantallas y pitidos de una selva blanca. Anarella me vio. Ahí adentro llovía. El hospital entero llovía como aquella tarde en que los tres nos sumamos al pueblo para rescatar las urnas que habían sido confinadas en la base aérea Hernán Acosta Mejía. Ella lo llevaba del brazo y él iba calculando el odio de los soldados que nos miraban entrar al mar partido en dos. “Fabri –me dijo-, una cosa debés saber: hay que ser inclaudicable”. La lluvia se hizo violenta y los soldados ya estaban aburrido de contar a aquellas empecinadas hormigas que trasegaban una urna tras otra para devolverlas a las calles, a la expectativa del 28 de junio que se aproximaba. Rigo se recuperaba entonces de un mes muy difícil en convalecencia, pero eso no le impidió estar ahí para desconcierto de los fieros soldados que se preguntaban quién era ese profeta sefardí que se abría camino entre sus dientes afilados.

“Rigoberto está muy grave”, me respondió Anarella mientras al fondo los doctores intentaban estabilizar al poeta. Y ahí la vi a ella, completamente cerca, de nuevo sosteniendo con brazos invisibles al poeta que tanta tierra cruzó para regresar siempre a ella. “Oime, musita, este pueblo está dolido”, alcancé a escucharle a Rigo mientras seguíamos adentrándonos a los lluviosos vestíbulos del golpe de Estado. “¿Por qué no desear un país que no duela?”, escribiría luego y así llegaron a mí esas palabras, en un rincón donde el mar desmenuzaba a la isla verde y la noticia de su muerte me desplomaba. “Tenele cuidado a Tegucigalpa, Fabri, Monterroso te lo puede decir mejor”, “levántate lo más temprano a leer y a escribir porque la poesía no espera”, “tenele cuidado al converso ¡ay del converso!, es el más terrible”.

El mar no era un árbol y recuerdo bien el desdén con que Rigo lo vio por última vez en Acajutla, muy parecido a ese gesto inescrutable que hizo en Trinidad al ver las elevaciones del cementerio. La muerte y sus formas, la muerte y sus aspavientos de eternidad le daban igual. El quería regresar lo más pronto a casa para escribir y leer sin marejadas ni lápidas demasiado pesadas. Él quería saber con cuántos versos exactos se podía derrotar al océano y con cuántos poetas podía contar para hablar de poesía; porque las cosas hay que decirlas por su nombre, a fuego lento y entre flamas de helechos, pero decirlas, aunque ya comenzara a fastidiar eso de ir dando refugio a los pájaros que ni son bellos ni cantan y que sólo saben volar, sin destino, sin pasado.

Fabricio Estrada
Fajardo, Puerto Rico

13 de marzo del 2015, Ab urbe conditae.

2 comentarios:

fe y alegria dijo...

hola Fabricio, quien no tuvo la suerte de conocer a Rigo en vida, solo tiene que leer este texto y basta... gracias por compartirlo y por dejarnos la luz del poeta para siempre en este texto tan bonito que has construido...

pd

dame permiso de ponerlo en mi muro.

chaco de la pitorta.

Unknown dijo...

Gracias querido poeta Fabricio Estrada.