jueves, 31 de julio de 2014

Moloch


Llego cansado a casa. Demasiada vuelta tras vuelta en la dentadura de la insensatez diaria, laboral, hondureña. Casi juraba que se iba el día sin un atisbo a la belleza de la imaginación y es cuando tomo el DVD y pongo Moloch del ruso Aleksandr Sukorov.

La primera escena lo cuenta todo: Eva Braun danza en una terraza nebulosa del Berghof, desnuda, harta. Se deja dorar por la nada y la severidad de la grandeza. ¿Qué grandeza? El poder. Los espacios del poder que Leni Riefenstahl nos dio en sus films y que aquí, desde el inicio de la película, se abre a la memoria del cinéfilo. ¿Tanto hastío carga en sí la grandeza? Pero el poder no solo necesita de un espacio donde transcurran las horas trascendentales, necesita de una imagen y ésta es Hitler, el poderoso mimo que realiza los gestos y que se derrumba ante la realidad de un cuerpo que se le ofrece, el de la Braun hastiada, el de la Braun que lo acecha y casi lo estudia. Ahí está aquella banalidad que Hanna Arendt detallaba puntualmente y que no es actuación ni desespero. La banalidad es mientras el auténtico poder se desata, lejos de los refugios más alejados de sus mimos, allá abajo, en esos valles idílicos que Eva, Goebbel, Martín Borman y Hitler contemplan sin vértigo. Si Hitler encarna aquí al poder, Eva Braun encarna al ideal ario de la raza sublimada y elevada a las cumbres del hartazgo.

El cansancio se ha ido. Sukorov habla. El poder ha dejado sus títeres en casa mientras cabalga lejos, muy lejos y trompeta en mano, por los campos de la muerte.

F.E.

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