martes, 16 de junio de 2009

Vida y época de Michael K, de Coetzee


A diferencia de Jean Baptiste Grenouille, Michael K no vino al mundo con un sentido especial y no busca en él ninguna piedra filosofal que logre explicarle las razones de su vida y tampoco, como Bartleby, quisiera declarar algo al respecto.

Nada ni nadie le provoca giros trascendentales a los acontecimientos que desde él se van desencadenando con naturalidad y sin rencores de ningún tipo, no deja tras de sí ninguna huella de su presencia en el mundo, se sabe uno más y no quiere nada más: “ Ahora estoy seguro de haber llegado tan lejos como es posible; estoy seguro de que nadie está tan loco de cruzar esta meseta, subir estas montañas, buscar entre estas rocas para encontrarme; y estoy seguro de que ahora, que soy el único en todo el mundo que sabe dónde estoy, puedo darme por perdido.”

Se me hace necesario iniciar esta relación de hechos entre El Perfume de Süskind, Bartleby, el escribiente y Vida y época de Michael K de Coetzee, porque en el centro de estas narraciones se marca profundamente la fuente cristérica del retiro al desierto, uno de los arquetipos más utilizados para provocar debates entre los personajes y el vacio existencial que los mueve o estanca en determinado punto de sus vidas.
En el caso de Michael K, lo existencial depende directamente de la normal convivencia con los demás, con sus prejuicios, con sus violentas discriminaciones “No eres especial –le dijo el hombre- aquí nadie es especial” (escena de Michael K prisionero en un vagón y siendo conducido hacia ninguna parte. Quien le habla es otro prisionero que intenta animarle).

Los hechos no se presentan como extraordinarios en la percepción de realidad que Coetzee imprime en Michael K (es más: no tiene un “olfato” definido para advertir el peligro. Su único riesgo en juego es perder su soledad); incluida la muerte de su madre y su posterior deambular con sus cenizas bajo el brazo, aparecen en la novela bajo la inercia de actos lógicos en la conducta de un ser humano que se reconoce como anónimo y que por lo tanto, sus respuestas y actitudes no son más que un enigma para los que llegan a interactuar con él, algo así como un diálogo con Bartleby que ha ido más allá de su proverbial negación y con el cual –los lectores- tenemos la afortunada oportunidad de saber cómo hubiera actuado Bartlebey fuera de los recintos burocráticos donde Melville le ofreció desierto y tentaciones.

Cito a Coetzee: “A veces, cuando caminaba, no sabía si estaba dormido o despierto. Comprendía por qué algunos se habían retirado a este lugar y se habían cercado de kilómetros y kilómetros de silencio; comprendía por qué algunos habían querido legar en perpetuidad el privilegio de tanto silencio a sus hijos y nietos (aunque no estaba seguro de con qué derecho)…”

Como bien reflexiona el propio Coetzee, los lectores tenemos que llegar a una conclusión sobre nuestro propio significado dentro del gran significante de la historia, misma que, con su permanente y avasallador paso, vincula a los seres humanos lo queramos o no. De ahí lo subyacente en todo el texto: aquello de que si no contamos una historia no pertenecemos a la historia, pero también, el choque de encontrarnos ante alguien que no quiere siquiera saber nada de él mismo, a no ser de los pequeños placeres que lo unen a una dimensión inaprensible donde una cuchara, un cordel y el agua soterrada de un lejano pozo es lo único que puede calmar esa otra sed que nunca conoceremos a menos de asumirnos nadie.

F.E.

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